29 de diciembre de 2009

2010

Cuando era chica, nada me gustaba más que empezar un cuaderno nuevo.

48 hojas blancas, impolutas, parejitas, prolijamente pegadas, llenas de posibilidades.

Y seleccionaba con esmero el papel para forrarlo, y me dedicaba a esa tarea con esmero. Y le hacía una carátula que superara a la anterior.

Por lo general este proceso se daba incluso antes de terminar el cuaderno anterior al cual completaba a los tumbos, haciendo letra grande, arrancando hojas, pegando las fotocopias enteras. La perspectiva de empezar de nuevo lo deslucía aún más y me daba más ganas de que se terminara lo antes posible.

Y llegaba el día en que el Rivadavia nuevo entraba a escena. Y los primeros renglones no usaba el borratintas y las primeras hojas hacía buena letra. Pero mi naturaleza afloraba eventualmente y aparecía el primer borrón, la primera correción, la primer hoja arrancada de frustración.

Hasta que me di cuenta que el cuaderno cambiaba pero yo seguía siendo la misma alumna promedio, con las mismas falencias, las mismas desprolijidades y como mucho, podía esperar haber aprendido antes y en este cuaderno tener menos faltas de ortografía.