14 de marzo de 2011

La soledad de los números pares

Tener relaciones de las serias, de las largas, de las que duran y de las otras. Compartir de a dos el colegio, cumpleaños, la carrera, vacaciones, comidas, laburos, partidas y todos los otros días.

Haber aprendido, desde el arca de Noé para acá, que la vida es mejor vivirla de a pares. Y así hacerlo. Así lo hicieron los abuelos y los padres. Así lo hacen en la tele, en los libros, en las novelas, en las canciones de la radio.

Aprender a buscar eso mismo y encontrarlo en forma de amigoviazgos, rasques, chongueos, noviazgos, amistades con derecho a roce, entre otros.

También, a veces, andar impares. Disfrutar de soledades y compañías, fiestas, viajes, rupturas, recitales y cervezas. Entre par y par, transitar las soledades como respiros, como libertad, como liberación, como reviente, como pausas, como recreos y como conquistas individuales.

Hasta un día que un desayuno americano, una vacación, una película que gustó mucho, un restaurant nuevo, un llanto ahogado o una felicidad repentina golpee en la boca del estomago.

Darse cuenta que ser parte de un par no alcanza, que la cosa no es tan simple como andar de a dos, como estar acompañado.

Y a partir de ahí, si. Empezar a aprender a querer, a buscar, a encontrar una pareja.

4 de marzo de 2011

En la salud y en la enfermedad

Viajé hora y media de ida y otro tanto de vuelta en el 60, para tomar una única cerveza. Gasté fortunas en remís para llegar rápido a una cita y no perder tiempo. Volví a las 7 am al conurbano en tren porque no me invitó a quedarme a dormir.

Cancelé una escapada de fin de semana, porque un él me dijo que quizás podíamos vernos. Dejé de salir con mis amigas por si algún otro él llamaba. Me fui a mitad de una noche de chicas por un mísero mensaje de texto. Entre mentiras insté a una compañera a que cambiara el día de festejo de recibida porque ya había arreglado algo con él.

Rompí la tradición familiar de recibir mi cumpleaños en mi casa, para ir al cine con alguien que ni siquiera sabía que después de las 12 cumplía años.

Llegué tarde a la oficina. Falté al trabajo. Falté incluso un día de reunión de gabinete por quedarme acompañada en un hotel.

Me aprendí horarios laborales, de estudio, de rutinas deportivas y de sesiones de terapia, sólo para nunca proponer salidas en esos horarios y no ser rechazada. Por mi parte, cancelé citas laborales, falté a la facultad, dejé de ir al gimnasio y planté a mi analista, sólo para no rechazar una salida.

Forcé salidas grupales, fui a recitales que no me gustaban, asistí a eventos de lo más bizarros sólo por la pobre posibilidad de cruzarlo por casualidad.

Dejé el celular prendido días enteros, compré un pack de datos para poder conectarme porque no podía contestar un saludo, me conecté desde locutorios cada 30 minutos, para ver si había recibido un mail.

Me depilé en mi hora de almuerzo, compré ropa interior entre el trabajo y una salida, armé un botiquín de maquillajes extra, sólo para asistir a una cita no programada, bajo riesgo de que decir que no implicara que la oferta no se repitiera.

De un noviembre a esta parte, cambié.

Y ahora no acepto salidas si ya volví a casa, o es tarde y no pueden venir a buscarme.

Me voy de fin de semana con las chicas y ni siquiera llevo encima el celular. Si en el medio de la noche surge una propuesta, la declino alegando sacrosanta salida femenina. Cancelo citas si después alguna amiga informa sobre un evento importante para ella.

El cumpleaños es sólo para íntimos y mi familia, en mi casa, donde todos juegan de local.

"Mañana trabajo temprano" es un argumento que no acepta matices ni negociaciones, así como tampoco las clases de manejo, las vueltas al hipódromo y mi sesión de los miércoles.

No compro más chinos, apago el celular, no contesto mensajes después de cierta hora y el mail se revisa cuando se puede.

Si no estoy depilada, la salida pasa para otro día y si me invitan a último momento, espero que no haya problema con los culottes de algodón.

Me hincho de orgullo al verme recuperada, al poder valorizar lo mío, mi espacio; y cuando paso a comentarlo con mis amigas, me miran con mueca de lástima, las muy yeguas, y me espetan un triste:

-Qué pena, no te gusta tanto.

(porque parece que nunca terminamos de escuchar bien al cura y no entendimos que resulta que el amor también existe en la salud, no sólo en la enfermedad)