Me cambio de trabajo.
Me ofrecieron un puesto mejor, de más responsabilidad, con proyección y mejor remunerado. Lo que estuve esperando.
Voy y se lo comento a mi jefe, le cuento que de otra parte me quieren, que piensan que tengo potencial, que me quieren dar otras cosas. Se lo cuento y le pregunto qué opinión le merece, le hablo de la relación que tenemos, del tiempo pasado juntos, de mí, del futuro. Y lo miro, a ver qué me dice.
Y me dice que tengo razón, que me merezco más, que él no puede ofrecerme lo mismo, que es una pena, que es lo mejor para mí, que le duele pero no puede hacer nada al respecto. Me recomienda sin embargo dudar de la otra oferta, exigir más plata, mejores condiciones, asegurarme que valga la pena, pero de nuevo, él no me ofrece nada.
Acepto entonces el nuevo trabajo y se lo cuento. Y lo miro a los ojos a ver si esta vez me dice algo más. A ver si de golpe los ojos me dicen que realmente le da pena perderme, que realmente valí algo en mi puesto, a ver si en un rapto último me pide que me quede, pero obviamente eso no sucede.
Y me da tristeza igual. Porque esta vez sé que tengo razón e hice todo bien. Porque en este caso no dudo de mis ventajas y capacidades. Porque sé que tiene más que ver con sus posibilidades, con sus ganas, con sus taras, con sus expectativas, con sus defectos, con sus capacidades y con lo que él tiene para ofrecerme que a la inversa, pero me da tristeza.
Porque soy de las que, no importa la circunstancia, no saben pensar: "Él se lo pierde".
Rich Cat
Hace 1 día