Mi adolescencia fue tortuosa.
A los 14 nadie quiere tener las caderas más grandes del curso, ni una nariz gigante, ni siquiera un pelo voluminoso. A los 14 todas las lindas son flacas, tienen cara de muñeca y el pelo lacio como tabla. Así lo consideran las chicas y así lo consideran los chicos. Ese atroz prejuicio significó para mí la mayor de las desdichas.
Cada enamoramiento fugaz, cada metejón caprichoso y todas y cada una de las mariposas en la panza eran básicamente un problema, un estorbo, un futuro e indefectible final infeliz.
Por más simpática, inteligente, divertida y canchera que fuera, el depositario de mi amor siempre se iba a ir tras otra más linda, con mejor ropa o en su defecto, que jugara al hockey. Y así aprendí que a mí no me pasaban esas cosas.
Diez años después, alguien me hace sonreir de solo mirarme, me pone colorada y me hace tartamudear hasta el punto de haber tardado 20 días en concentrarme teniendolo enfrente y ver de qué color son sus ojos. Hoy por hoy espero cualquier momento para cruzarlo en una escalera y escuchar un chiste, me visto todos los dias pensando que voy a verlo y repito en mi mente cada piropo o guiño que me dedica. Hoy, a mis 25 años llego a mi casa y lloro, lloro como una nena de 14.
Lloro por adelantado y velo las mariposas que indefectiblemente van a morir cuando él pase de largo e invite a salir a la linda, coquetee con la flaca, o se enamore de la que juega al hockey, porque esta nena de 14 que soy, aprendió que a ella todavía no le pasan esas cosas.
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Hace 7 horas