A partir de una invitación de Cif a hablar sobre los finales brillantes en mi vida, me puse a pensar y la verdad es que en mi día a día, no son de los que abundan.
Mi vida es básicamente un gran desorden. Llego tarde a todos lados, nunca organizo mis tiempos, no puedo ahorrar y paso noches enteras despierta para entregar trabajos porque siempre calculo mal y los termino a último momento.
Esta tendencia obviamente se traslada a ámbitos mucho más terrenales: mi ropero alberga bollos, no prendas; las repisas siempre se me llenan de polvo; los papeles empiezan por apilarse y terminan desafiando a la torre de Pisa, el gabinete de mi compu adentro es un terrario; y de tantos vasos que junto en mi cuarto usados, debería instalar al lado de mi cama, un lavavajillas.
Obviamente no soy una apasionada de la limpieza y la tarea de limpiar puede demorarse días y hasta semanas antes de encontrar lugar en mi rutina, sin embargo, cada vez que hago una limpieza profunda es por la misma razón: siento que hay algo que está mal, y entre tanto desorden no puedo ver qué es lo que está pasando realmente en mi vida.
Y ahí empiezo: munida de mi peor conjunto, música que agite, trapos y productos de limpieza. Levanto polvo, corro muebles, tiro papeles, fotocopias, envoltorios y folletos, saco todos los libros, desabollo la ropa, la doblo correctamente, lavo los vasos, limpio los vidrios y hasta vacío la computadora. Y a medida que voy pasando, las cosas quedan acomodadas, limpias, en su lugar, como deberían estar, como siempre debieron ser, y el mismo proceso me pasa por dentro.
Termino horas más tarde cansada, mugrienta, con alguna uña rota, pero paradójicamente, impecable como nunca.
Porque el proceso lleva tiempo, es trabajoso, incómodo, requiere esfuerzo y nos pone en contacto con nuestra propia mugre, pero una vez que terminamos nada nos llena más de placer que ver el panorama limpio y no sé si será un final, pero es realmente un principio brillante.